A las tres serán las dos

Pues a mí siempre me ha gustado, esto de cambiar la hora. Y lo digo en pasado porque no sabemos si lo volveremos a hacer o si habrá sido la última vez. Cosas de los nuevos tiempos que, de repente, pasan a primer plano y a ser muy importantes, cuando antes se trataba de un gesto curioso sin más. Yo toda la vida he visto cambiar la hora en primavera y en otoño. Cada vez que ocurre este fenómeno me viene a la cabeza mi padre, profundamente concentrado, yendo de una habitación a otra poniendo en hora todos los relojes. Me parece que antes había más relojes: en casa, exceptuando los baños, había uno o más de uno en cada cuarto. Incluso en el pasillo teníamos un pequeño y excéntrico carillón de color rojo con incrustaciones doradas que daba todos los cuartos. Seguramente nos gustaba porque le teníamos cariño.

A mi padre le encantaban los relojes. Siempre fue una persona extremadamente puntual. Y quizá por esta razón el sábado pasado volví a imaginármelo dando la vuelta a todas las agujas y dejando su tarea hecha antes de irse a dormir. Ahora los relojes lo hacen todo solos. Son inteligentísimos. Por eso ya no nos queda ni este sencillo hábito.

A mí me gusta más atrasar la hora, porque siempre he tenido preferencia por el invierno y la vida invernal. No me importa que anochezca antes; al contrario. En verano los días son tan largos que a veces una no sabe cómo llenarlos, y tiene que ir enlazando planes y actividades desde que se levanta hasta las diez de la noche. Porque, de lo contrario, parece que está desaprovechando el tiempo de luz. Si no fuera porque una se acostumbra a todo, preferiría el horario de invierno todo el año. Es más fácil de llevar para los que somos sedentarios y hogareños. Yo a veces a las seis ya estoy en pijama, más contenta que unas castañuelas. Espectacular…

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