Aparcar el barco

En estas islas nos encanta el mar, siempre que no haya que mojarse. Lo digo porque llevamos años mareando la perdiz, y la barca, con eso de las marinas secas. Sí, esos lugares donde los barcos descansan en tierra firme. Algo así como los aparcamientos náuticos. Pero aquí, donde hay más amarres que plazas de aparcamiento en agosto, parece que poner un barco en seco es una herejía urbanística que nadie se atreve a tocar. Los ayuntamientos, tan rápidos para recalificar suelo para lo que haga caja, se vuelven súbitamente espirituales cuando se trata de reservar un trozo de tierra para la náutica local. No es competencia suya, dicen, como si el mar empezara justo en la puerta del consistorio y lo de dentro ya no contara.

Mientras tanto, los armadores de lista séptima, los vecinos de a pie, los del barco heredado o comprado a plazos, se ven obligados a dejar su embarcación en el agua todo el año, no por capricho, sino por decreto de abandono institucional. Sin marina seca, no se puede liberar fondeo ni ordenar el litoral. Es como pedirle a uno que guarde el coche si no existe garaje. Pero claro, de eso no se habla. Será que el agua tapa el ruido. Así que sí, en estas islas el mar se ordena desde tierra, pero los ayuntamientos siguen fondeados en la inacción. Y el barco, pobre, sigue sin aparcar. Y eso que esos humildes armadores, también votan.

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