Árboles

Cualquiera que guste de coleccionar u observar postales antiguas sabe que las ciudades, hace cien años, se construían contando con anchas avenidas bordeadas de enormes árboles. Los coches apenas empezaban a circular y el tráfico de caballos y carros era infinitamente más pausado que el actual, menos ruidoso y contaminante. La suciedad y sus olores campaban a sus anchas, eso sí. Desde hace unas décadas esas mismas ciudades han sido horadadas para albergar en su subsuelo grandes aparcamientos subterráneos y esas obras han acabado con el arbolado. En su lugar, a veces, pequeños ejemplares esqueléticos intentan crecer rodeados de humos. ¿Consecuencia? El calor se dispara. No digo yo que eso del cambio climático sea un camelo, tampoco que sea una ciencia exacta o una maldición bíblica, lo que sí sabemos con certeza es que hace un calor del demonio, insoportable. La vida en la ciudad se limita a esconderse en el interior de un edificio que tenga aire acondicionado y esperar a que caiga la noche -como decía la canción, premonitoria, de Radio Futura- para salir a respirar al aire libre sin morir calcinado. Me pregunto hasta qué punto en esta brutal subida de temperaturas tendrá algo que ver la locura automovilística en la que vivimos -un coche por habitante, casi medio millón solo en Palma- y la aberración de desterrar a los árboles de nuestro entorno. En la madrileña Puerta del Sol han colgado unos ridículos toldos para evitar que alguien muera carbonizado intentando atravesarla y dicen que es imposible plantar árboles porque no hay suelo: es una estación. En realidad sabemos por qué se rechaza lo verde: está vivo, crece y precisa mantenimiento. Y eso es caro. El cemento es barato. Y letal.

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