De abuelos y nietos

Aparecen de repente, a veces cuando ya crees que no vendrán. Realmente el mundo no da muchas facilidades a nuestros hijos para que los traigan y pensar en el futuro que les aguarda es como para echarse a temblar. Esos seres diminutos entran en nuestras vidas como se debe hacer con las personas a las que queremos: sin pedir permiso. No saben pedirlo, ni falta que les hace. Saben, porque lo intuyen y lo sienten, que son lo que más ilusión nos puede hacer. En sus primeras semanas o meses nos dan clases magistrales de lo que es dormir de verdad. Se pasan el día durmiendo y, sin necesidad de decirnos o hacernos nada, ya nos han robado el corazón. Podemos pasarnos horas mirándolos dormir. Todo en ellos es paz y ternura, una paz y una ternura que hace muchos, muchos años que olvidamos.

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El paso de los meses trae sus primeras sonrisas y esas miradas fijas que invariablemente nos llevan a preguntarnos qué estarán pensando. Su instinto los lleva a cerrar con fuerza la palma de su mano cuando ponemos dentro uno de nuestros enormes dedos. Dominan el lenguaje de las caricias sin siquiera proponérselo porque hacen que sintamos la necesidad de acariciarles, de hacerles una carantoña, de besar ese cabezorro donde se está fraguando lo que serán. Cogerlos en brazos, acunarlos, o simplemente mirarlos embobados nos transporta a aquella otra época en la que nosotros fuimos los padres. Nos hace sentir lo que sentíamos, pero sin los miedos y las inseguridades de entonces. A estas alturas la vida ya nos ha enseñado que también era juego.

Sus primeros años hacen que se establezca un vínculo con nosotros como nunca antes habíamos sentido. Que una cosa tan pequeña sea capaz de robarte el corazón y de hacer que le sientas a tu lado aunque vivas a mil kilómetros, es uno de esos regalos que te hace la vida cuando sabe que ya no es mucho el tiempo que te queda por aquí. Quizá es la forma que tiene de decirte «mira, esto seguirá cuando tú ya no estés, y seguirá gracias a que tú también me viviste…» Sí, un nieto es la forma que tiene la vida de decirte, «gracias, después de todo no lo hiciste tan mal. Puedes irte tranquilo, él sabrá encontrar su camino, como tú encontraste el tuyo». Por eso, pasear por la calle cogido de la mano de tu nieto, aunque tú no lo sepas, es dejar que él te guíe. Tú, tan iluso y egocentrista como siempre, crees que le estás enseñando tu mundo, pero cuando te mira, cuando clava esos pequeños ojillos en los tuyos, entiendes que en realidad es él quien te está enseñando el suyo.

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