En nuestro mundo, la inteligencia artificial ha pasado a ocupar el centro del escenario: clave del conocimiento, portadora de beneficios inimaginables, heraldo de prosperidad y bienestar. Sus componentes -algoritmos, ordenadores y centros de datos- son nuestros nuevos ídolos. Pero a lo mejor resulta que no es oro todo lo que reluce. Hay que usar la cabeza para distinguir lo bueno de lo malo. Lo que sigue es un ejemplo, imaginario pero no inconcebible.
Un día, el presidente de una comunidad autónoma afectada por los recientes incendios recibe la visita del agente de una de las grandes compañías de inteligencia artificial (IA), que tiene el encargo de explorar las posibilidades de instalación de uno de los grandes centros de datos de la UE en su territorio. Nuestro hombre, escocido por lo que el público opina de su gestión del incendio, divisa su salvación: entre troncos calcinados y junto a casas quemadas se alzará un templo a la alta tecnología y a la modernidad. El atribulado político ya se ve diputado en Cortes o quizá hasta subsecretario, y promete hacer cuanto en su mano esté por facilitar el proyecto. El presidente cumple, echando mano de su influencia con el jefe del partido, que es amigo. Solo la negativa de la oposición autonómica impide que regale los terrenos al inversor. De las muchas objeciones hechas al proyecto, solo una se sostiene, el efecto sobre la demanda eléctrica: un centro de datos promedio consume, él solo, unos 50GWh al año, casi el diez por ciento del consumo de Madrid.
No mucho después queda salvado el profundo foso de permisos, recalificaciones, dictámenes y licencias, y empieza la construcción. El proceso es una decepción para el pueblo vecino, que ve como el centro se construye con grandes paneles de materiales prefabricados, montados por un personal especializado que llega en avión a un aeropuerto cercano, recuerdo de los tiempos en que cada capital de provincia se creía con derecho a un aeródromo y a una estación del AVE. Los habitantes en activo se limitan a tareas de desbroce, acarreo y mantenimiento exterior; solo el bar del pueblo, la fonda y una lavandería registran una actividad superior a la normal. Dos años más tarde el centro está construido, las pruebas de operación superadas y el centro se integra a la red, mediante un tendido especial que ha sido pagado por la empresa. Los equipos de mantenimiento que desembarcarán periódicamente en el centro serán la única alteración de la vida normal del pueblo.
El día de la inauguración congrega a autoridades municipales, autonómicas y hasta gubernamentales: se trata del primer centro de datos de España, uno de los mayores de la Unión Europea, a cuya red pertenece. En sus discursos, unos alaban las excelencias de la gestión autonómica; otros recuerdan que España es pionera en el desarrollo de energías renovables (bien lo sabía la empresa propietaria, que esperaba disfrutar de energía barata), y que sus gobiernos otorgan prioridad a la creación de empleo de calidad. El alcalde agradece la presencia de la empresa extranjera, a la vez que se atreve a pedir que arreglen la carretera que lleva al pueblo. La empresa propietaria se deshace en elogios a unos y alabanzas a otros, sobre todo a la propia empresa. Mientras, el precio de la electricidad ha subido ligeramente.
Por último, la comitiva se dirige al centro, un cubo macizo sin aperturas al exterior. Se corre una puerta invisible, abierta sobre una perspectiva de lucecitas amarillas y azules que parpadean, protegidas por paredes de cristal. Recorrida una de las avenidas, alguien pregunta por el personal. El guía les encamina hacia un cuarto en un rincón del edificio. -«Este es el responsable», dice, y se ve a un hombre sentado en una silla con un perro a sus pies. -«¿En qué consiste su trabajo?», pregunta alguien. -«Echo de comer al perro», es la respuesta. –«¿Y el perro?». –«El perro cuida de que yo no toque nada».
Un viejo chiste, nacido con las primeras nucleares. Una caricatura de un futuro posible, pero no inevitable. Otro día ofreceremos una alternativa más amable.