El miedo y la ilusión

Cuando una sociedad quiere ganar, gana. Cuando una sociedad teme perder, pierde. Esta es, sin duda, la gran lección ética, política y social aprendida por nuestra generación en el transcurso de su periodo de actividad. Cuando una sociedad consigue identificar los objetivos necesarios para su mejora y los persigue a cualquier precio, genera ilusión entre sus miembros. La esperanza y el entusiasmo se perciben en sus calles y plazas, en su día a día, en su trabajo, en su producción, en su comercio… Cuando una sociedad teme perder sus logros y conquistas anteriores, rehabilita en lugar de construir, parchea en lugar de fabricar y trata de contener el desastre que teme mediante normativas cada vez más estrictas, mezquinas y pormenorizadas.    El miedo, la cerrazón y la envidia campan por sus ámbitos de trabajo, sus acciones y sus instituciones.

Cuando una sociedad quiere ganar, identifica los intereses comunes; se plantea resultados mutuamente beneficiosos para las distintas partes; colabora en las soluciones;    se presta a la cooperación por encima de la competencia; establece relaciones a largo plazo buscando el alcance de los objetivos; dialoga abiertamente bajo el principio de que solo la verdad genera confianza; trata de comprender los motivos del otro escuchando lo que dice. En definitiva, avanza.

Cuando una sociedad teme perder, se bloquea; sacrifica su capacidad de progreso en nombre de la conservación; pierde su identidad y su cohesión social; se divide y trocea tratando de encontrar marcos institucionales más reducidos y fáciles de proteger, se vuelve quisquillosa e intolerante alentando la delación y la desconfianza; se convierte en estrecha en lo intelectual, rígida en lo cultural e injusta en lo jurídico; se polariza y subdivide, buscando cada cual su propia salvación. Pierde, en definitiva, su capacidad de tomar decisiones y encarar su futuro.

Resultan en esto tremendamente explícitas las revoluciones, por la velocidad vertiginosa en que en ellas se suceden los acontecimientos: los mismos que enuncian los derechos ciudadanos y destrozan las cadenas, apelan a la guillotina cuando tratan de defender los logros realizados. La generación que en Europa vivió la creación de sus instituciones comunes y el establecimiento del estado del bienestar, vive ahora el miedo a la insolvencia en sus pensiones, la incapacidad frente a la inflación, la incerteza jurídica en cuanto a sus propiedades, la inseguridad en sus fronteras y la impotencia en la repercusión internacional de sus criterios.

La ilusión y el miedo son los dos grandes motores que impulsan, en direcciones diametralmente opuestas, el devenir de las sociedades. Pueden utilizarse como advertencias sobre su futuro; como anuncio de su voluntad de grandeza o como preludio de su decadencia. Condicionan su carácter y su acción: las hacen progresar o descomponerse, las hacen libres o sometidas. Y, la verdad, no resulta alentador, atendiendo a este criterio, tratar de situar bajo uno u otro impulso a Francia, a China, al Reino Unido, a la India, a EEUU, a Rusia o a España.

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