Del 10 al 21 de noviembre, los gobiernos del mundo se reunirán en Belém, Brasil, en una nueva cita de Naciones Unidas sobre el cambio climático. Uno de los temas centrales será cómo financiar la reducción de la contaminación global. La aviación sigue siendo el punto débil de la agenda verde.
El sector aéreo representa solo el 3% de las emisiones mundiales vinculadas a la energía, pero su impacto es mayor por los efectos de las estelas de condensación que generan los aviones a gran altitud. Estas estelas actúan como una manta que retiene el calor y agravan el calentamiento global. El número de vuelos sigue aumentando, los aeropuertos amplían su capacidad y la demanda no se frena.
Michael O’Leary, consejero delegado de Ryanair, asegura que: «La agenda verde está muerta». Su afirmación resume la frustración de una industria que ve imposible cumplir los objetivos de descarbonización en los plazos marcados. Las aerolíneas, tienen que seguir creciendo para sobrevivir, pero cada vuelo adicional aumenta las emisiones. Luis Gallego, consejero delegado de IAG —grupo que agrupa a British Airways e Iberia—, lo resume de otro modo: «El gran reto es cómo crecer y al mismo tiempo reducir las emisiones». El dilema es real. La única forma rápida de reducir la huella de carbono del transporte aéreo sería limitar el número de vuelos, algo que ningún gobierno ni empresa quiere asumir.
El uso de combustibles sostenibles es marginal y su producción es cara y limitada. Además, las materias primas necesarias compiten con otros sectores que también reclaman biocombustibles.
Mientras tanto la industria del automóvil se electrifica, el uso de energías renovables para la generación eléctrica crece y la industria pesada invierte en hidrógeno verde. La aviación, en cambio, sigue dependiendo del petróleo. Hoy se consumen más combustibles fósiles en el sector aéreo que nunca. Los expertos advierten de que, en algunos países ricos, las emisiones derivadas de los vuelos podrían convertirse en el principal foco de contaminación hacia 2040. A medida que los coches, las fábricas y las viviendas reduzcan su impacto, los aviones serán los grandes responsables del carbono que quede en el aire.
Las soluciones tecnológicas llegan despacio. Los aviones eléctricos o de hidrógeno están en fase experimental y no podrán sustituir a los actuales en trayectos largos. La situación se agrava por la falta de una política global. Algunos gobiernos, como el de Donald Trump, que ha calificado el cambio climático como el mayor engaño de la historia han abandonado los compromisos medioambientales. Otros mantienen sus metas, pero sin medidas concretas ni financiación suficiente. Mientras tanto la UE quiere negociar con las autoridades estatales y con las empresas, saltándose al Gobierno Federal.
El transporte aéreo es esencial para la economía global y es el motor del turismo. Pero también simboliza una contradicción: la de un mundo que quiere frenar el cambio climático sin renunciar a volar. En este contexto, la descarbonización del sector parece un vuelo imposible. Las grandes aerolíneas anuncian planes de neutralidad climática para 2050, pero sin una alternativa real al queroseno esos compromisos suenan lejanos. La reunión de Belém tratará de poner el tema sobre la mesa: quién pagará la transición y cómo se equilibrarán las necesidades del planeta con las del mercado. De momento, la aviación sigue volando en dirección contraria a los objetivos climáticos.