La escafandra

Al lado de casa hay una tienda muy rara de antigüedades, donde junto a docenas de objetos extraños pero atractivos, piezas sueltas de quién sabe qué, muñecas, armas y algún cartel publicitario de aspecto decimonónico, en un rincón oscuro hay una vieja escafandra de buzo, de latón con refuerzos de cobre y un amarillo brillante, que parece sacada de un tebeo de Tintín, acaso «Tintín en las profundidades», que no he podido leer porque no existe. Me encanta esta escafandra, que además haría juego con unos pies de plomo.

Pero o nadie la quiere comprar o el dueño de la tienda, al que imagino también con cara de antigualla y pelo desgreñado, la tiene solo como reclamo y no piensa venderla, porque lleva ahí, reluciente en el rincón, más de diez años y cada día cuando paso por delante camino del estanco, me paro, la miro y pienso que de mañana no pasa sin que la haga mía. Pero nunca lo hago. Por timidez, por desidia, por si está económicamente fuera de mi alcance.

Ni siquiera me he atrevido a entrar y preguntar el precio, pues hace mucho que me convencí de que el dueño de esa tienda, en la que nunca entra nadie ni parece vender nada, tiene que estar por fuerza majareta, quizá una chifladura peligrosa. Y suponiendo que quisiera venderme la escafandra, al mismo tiempo y paralelamente de ninguna manera querría hacerlo, que es la única explicación posible a colocarla de reclamo en un rincón apenas visible. ¡El reclamo oculto! Y se preguntarán ustedes si yo necesito realmente una vieja escafandra o si una vez en mi poder y tras dedicar horas muertas a frotar el latón con un paño y abrillantarla, no acabará a los pocos meses en otro rincón de mi casa, sólo visible para quien sepa dónde está. Es decir, que no sabría qué hacer con ella. La respuesta es sí, desde luego, claro que la necesito. Quién no necesita una escafandra tal como se han puesto las cosas en el mundo. La necesito para respirar y aguantar la presión. A ver si mañana logro entrar en esa tienda de locos.

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