Hay anuncios que pasan sin dejar huella. Muchos carecen de chispa, otros son tan absurdos que no se sabe qué venden realmente. Pero, de vez en cuando, aparece una pequeña joya. Una historia sencilla, tan bien contada que consigue tocarnos en lo más profundo. Así ocurre con el anuncio de IKEA que circula por las redes: un homenaje discreto y precioso a las segundas oportunidades, a la vejez activa, a la vida que aún late cuando parece que todo se apaga.
Con el eslogan publicitario «empieza algo nuevo», el anuncio pone el foco en un hombre mayor, jubilado, solo… de esos que parecen haber asumido que su tiempo de ser útil ya terminó. Cada día acude al parque, se sienta en un banco junto a otros jubilados y alimenta a las palomas. Rutina, resignación, y una especie de calma que en realidad es renuncia. Hasta que un día decide romper el guion.
Lleva consigo una silla plegable roja. No parece gran cosa, pero simboliza un cambio silencioso. Con su silla bajo el brazo, el hombre deja el banco -ese lugar fijo donde se espera que los mayores permanezcan- y se sienta donde quiere. Se va de viaje y contempla el mar, se añade a un grupo de jóvenes que juegan a las cartas, baila en las fiestas de un pueblo… Es decir, vuelve a participar de la vida, a mirar el mundo desde otro ángulo. Y, al hacerlo, el mundo también lo mira distinto.
Esa silla roja se convierte en su pasaporte. Participa, conversa, ríe, viaja, baila, canta en un karaoke, incluso se atreve a hacer surf. Recupera algo que había olvidado: la pertenencia. No al pasado, sino al presente.
La soledad es la gran pandemia silenciosa de nuestro tiempo. Las personas mayores, tantas veces apartadas o autoexiliadas, viven como si ya no tuvieran sitio. En una sociedad obsesionada con la productividad, lo que no «rinde» se relega. Y así, sin darnos cuenta, dejamos a la vejez en una especie de margen donde se aparca lo que un día fue el centro.
No podemos olvidar el valor de ser abuelos. Hemos dejado de mirarlos como la memoria viva de lo que somos, y con ello perdemos todos. Su sabiduría no está en los títulos ni en los currículos, sino en las horas acumuladas de vida, en la paciencia aprendida, en la serenidad que sólo da el tiempo.
Escuché una vez a un buen amigo decir: «Crear un viejo cuesta toda una vida. Y, sin embargo, es lo que menos se valora». Cuánta verdad hay en esa frase. La vejez no debería ser una rendición, sino una cima. Un momento para compartir lo aprendido, para inspirar, para seguir mirando la vida, aunque sea desde una silla roja, con curiosidad y ganas de participar.
Quizá ese sea el verdadero mensaje de este anuncio en concreto: que aún queda mucho por vivir cuando uno se atreve a moverse del sitio. Que la revolución no siempre es gritar o marchar; a veces, es simplemente decidir sentarse de otra manera.