
Hace cien años miles de muchachas jóvenes abandonaban la España pobre para colocarse como criadas en las ciudades, siguiendo los pasos de alguna hermana, prima o tía. Eran legión y así cada ‘casa bien’ disponía de un ejército de empleados prácticamente gratuitos, que se conformaban con cama, techo, comida y la ropa que descartaba la señora. Aquellas casonas enormes, a veces con huertos, caballos y gallinas, en un mundo en el que no existían lavadoras ni electrodomésticos, necesitaban la fuerza de muchos brazos para mantenerse. Hoy, la burocracia permea también el trabajo doméstico. Ya no llegan de los pueblos de la España vaciada, sino de allende los mares. Obtienen un salario a cambio de su trabajo y el respeto que merecen. Pero, ay, el sector llevaba décadas sobreviviendo en las turbulentas aguas de la economía sumergida. Era el modo de poder ofrecer una retribución justa y olvidarse de líos. Ya no.
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