Riesgos

Hace cien años miles de muchachas jóvenes abandonaban la España pobre para colocarse como criadas en las ciudades, siguiendo los pasos de alguna hermana, prima o tía. Eran legión y así cada ‘casa bien’ disponía de un ejército de empleados prácticamente gratuitos, que se conformaban con cama, techo, comida y la ropa que descartaba la señora. Aquellas casonas enormes, a veces con huertos, caballos y gallinas, en un mundo en el que no existían lavadoras ni electrodomésticos, necesitaban la fuerza de muchos brazos para mantenerse. Hoy, la burocracia permea también el trabajo doméstico. Ya no llegan de los pueblos de la España vaciada, sino de allende los mares. Obtienen un salario a cambio de su trabajo y el respeto que merecen. Pero, ay, el sector llevaba décadas sobreviviendo en las turbulentas aguas de la economía sumergida. Era el modo de poder ofrecer una retribución justa y olvidarse de líos. Ya no.

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El Ministerio de Trabajo que dirige Yolanda Díaz se ha puesto firme y exige, además de contrato legal, contribución a la Seguridad Social y demás derechos laborales, una evaluación de riesgos bajo amenaza de multa que, me temo, a la mayoría de las familias les viene grande. Muchas empleadas de hogar prestan sus servicios en casas de ancianos y son imprescindibles. Mientras todo se hacía en negro, las contrataciones se multiplicaban, a beneficio de ambos, pues la trabajadora suele preferir cobrar más que cotizar para una pensión futura. La irrupción de las normativas y obligaciones ha supuesto un hachazo: se han perdido 80.000 puestos en los últimos siete años. Ahora cae lo de los riesgos laborales, otro palo en las ruedas de las familias. Veremos a cuánto asciende la escabechina esta vez.

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