Cuando rozas los setenta, tu casa (y todo su contenido) pasa a ser, de amable, a aterradora. El único objeto que te sigue socorriendo es –y aunque parezca una contradicción– el espejo de tu lavabo. ¿Por qué? Porque no te ha mostrado tu ancianidad de golpe, sino que te ha ido reflejando diariamente tu degeneración de forma paulatina… ¡Para que te fueras acostumbrando, vaya! Acostumbrando a tu ancianidad y a tu alopecia y a tu barriga y a tu sobrepeso, etc. Gracias a él (al espejo) uno piensa que no ha envejecido, tan solo los otros. Algo semejante a lo que dijo Mario Puzo sobre la muerte y que luego el ínclito Cela le plagió: «La muerte es eso que siempre les pasa a los demás» Hasta que, de pronto, un caritativo chaval te cede su asiento en un autobús y tú te percatas entonces de que te ha juzgado como verdadero matusalén… ¡Uf!
Pero a lo que ibas… Tu hogar ha dejado de ser un hogar para convertirse en algo hostil e inhóspito… Antes saltabas de la cama, ahora te deslizas por ella, lenta y torpemente, en la esperanza de que, al cabo de casi media hora, puedas llegar a tocar el suelo sin traumatismo alguno. ¡Ay, Dios! Alcanzado ese objetivo y puesto ya y milagrosamente en pie, te das cuenta de que te has convertido en una especie de crujiente playmobil, un ser que ha de colocarse sus piezas adecuada y lentamente para poder así iniciar el día. Una acción que realizas ante la acusadora mirada de tu bicicleta estática que te contempla con desdén. «¿Cuánto tiempo hace que no me usas, desgraciado?» –parece decirte-. Y es que la pobre se siente inútil y anda un poco deprimidilla… ¡Natural!
¿Y lo del aseo personal? ¡Qué esa es otra! Para entrar raudo en la bañera necesitarías hoy de una pértiga… No obstante, ese trauma queda feliz o desgraciadamente compensado cuando toca peinarse. Una acción fácil y rápida, por la sencilla razón de que no existe ya nada por peinar. Aunque la gomina te permite mantener todavía en estado de erección los cuatro pelos y medio que te quedan… Pero el drama/tragedia continúa. ¿A quién de tus familiares se le ocurriría la feliz idea de regalarte una báscula con IA como la tuya? Esa que te insulta cuando aumentas unos pocos gramos… «¡Eh, tú, so guarro, que has engordado, cabroncete!». ¡Para que luego hablen de las bondades de esa nueva tecnología! La anterior (la anterior báscula) era más discreta. Se contentaba, simplemente, con esconderse, temerosa, tras el bidé, cuando te veía penetrar en el aseo… Temps era temps! ¡Ay, Dios! Por no hablar de los calcetines. A tus sesenta y ocho años ponértelos es una tarea casi imposible. ¡Ni Tom Cruise! Conseguirlo requiere de arduos esfuerzos, más propios de un equilibrista que de un profe jubilado. ¿Cómo dice? Sí, sé que existen unos artilugios para tal menester. Los has probado. Pero cumplen el viejo adagio -¡créame!- de «ir de Guatemala a Guatepeor». ¡Uf!
Y eso es solo el principio de la jornada que no describirás en su totalidad por falta de caracteres y que daría para una verdadera enciclopedia… Así podrías hablar del desayuno sin sal (compañero de la bicicleta estática en eso de las depresiones), las ‘chuches’ (progresan adecuadamente) que te aguardan en el pastillero, las frecuentes micciones de una próstata que, sin embargo, y al parecer, aún funciona razonablemente bien y un largo etcétera… Pero todo lo narrado es mero principio de lo que te aguarda en esa jornada de jubilado que se asemejará tanto a la del día siguiente y a la del otro…
Pero siempre te quedará el consuelo que te ofrece el título, magnífico, de una película de José Luis Cuerda: «Amanece, que no es poco». Pues eso. Y es que quien no se consuela es porque no quiere… ¿No creen?